Un domingo sin garantías
En ocasiones porque queda atrapada entre las sombras que las fotos y los cuadros arrojan sobre la pared; en otras porque nos empeñamos en perpetuarlo: basta una canción en el CD, un olor, una salsa en una comida, una manera de girar la cabeza al volante pero encontrarte con el vacío Ultravioleta del asiento de al lado.
Pero siempre llega ese momento que, en las briznas de racionalidad que en su día has tenido, sabes que llega inexorable: el fin de las garantías.
La máquina fotográfica, el coche, el teléfono…: para todo cuanto te acompaña a diario ya asumes desde el inicio que su garantía se acaba; pero cuando con los años has permitido que se instale una carga de profundidad en el corazón, no hay artificiero que te salve. Cuando, de nuevo, no hay eternidad para las cosas del miocardio.
Sales ese domingo por la mañana a hacer unas fotografías, comes tranquilamente, conduces a cielo abierto y a corazón abierto, te adentras en las entrañas de los desfiladeros y cañones que dan a cuevas y balnearios. No hay cobertura para el móvil. Te sumerges en una piscina termal, conectas y desconectas del sentimiento que golpea tu mente, con la intensidad propia de la incertidumbre acerca de qué pasó para que acabe la película y yo con estos pelos; con la suavidad resignada por la escasa novedad del asunto.
Anochece, y el agua se ha encargado de apagar el incendio, y te resulta interesante encontrar ese matiz a la canción, siete años después de haberla grabado con NEXUS:
“Ya nada puede ir mal si Anochece
A mi lado
Prometiste incendiarme si Anochece”
Vuelta a casa, paras a los pies de un terreno junto a la carretera secundaria, paras el motor y suena “Under The Milky Way”, como una ironía del firmamento estrellado como hace tiempo que no ves.
“Wish I knew what you were looking for
Might I've known what you would find”
Cambias las luces del firmamento por las del tablero de instrumentos. Arrancas el coche; conforme los kilómetros pasan, las sensaciones y cavilaciones que te has hecho unos minutos atrás bajo la gran regadera de estrellas se irán convirtiendo en otro fino poso que algún día emerja a la consciencia, seguramente cuando en lugar de blindarte te hieran. O quizá nunca más se revelen.
Llegas a casa, haces la cena, te tumbas por primera vez en uno de los sofás en el estudio, a los que miras como si fueran unos extraños.
Pones una película de los Hermanos Marx. Lees. Y justo te duermes en el instante en que caes en la cuenta de que fue un domingo sin garantías.
Pero siempre llega ese momento que, en las briznas de racionalidad que en su día has tenido, sabes que llega inexorable: el fin de las garantías.
La máquina fotográfica, el coche, el teléfono…: para todo cuanto te acompaña a diario ya asumes desde el inicio que su garantía se acaba; pero cuando con los años has permitido que se instale una carga de profundidad en el corazón, no hay artificiero que te salve. Cuando, de nuevo, no hay eternidad para las cosas del miocardio.
Sales ese domingo por la mañana a hacer unas fotografías, comes tranquilamente, conduces a cielo abierto y a corazón abierto, te adentras en las entrañas de los desfiladeros y cañones que dan a cuevas y balnearios. No hay cobertura para el móvil. Te sumerges en una piscina termal, conectas y desconectas del sentimiento que golpea tu mente, con la intensidad propia de la incertidumbre acerca de qué pasó para que acabe la película y yo con estos pelos; con la suavidad resignada por la escasa novedad del asunto.
Anochece, y el agua se ha encargado de apagar el incendio, y te resulta interesante encontrar ese matiz a la canción, siete años después de haberla grabado con NEXUS:
“Ya nada puede ir mal si Anochece
A mi lado
Prometiste incendiarme si Anochece”
Vuelta a casa, paras a los pies de un terreno junto a la carretera secundaria, paras el motor y suena “Under The Milky Way”, como una ironía del firmamento estrellado como hace tiempo que no ves.
“Wish I knew what you were looking for
Might I've known what you would find”
Cambias las luces del firmamento por las del tablero de instrumentos. Arrancas el coche; conforme los kilómetros pasan, las sensaciones y cavilaciones que te has hecho unos minutos atrás bajo la gran regadera de estrellas se irán convirtiendo en otro fino poso que algún día emerja a la consciencia, seguramente cuando en lugar de blindarte te hieran. O quizá nunca más se revelen.
Llegas a casa, haces la cena, te tumbas por primera vez en uno de los sofás en el estudio, a los que miras como si fueran unos extraños.
Pones una película de los Hermanos Marx. Lees. Y justo te duermes en el instante en que caes en la cuenta de que fue un domingo sin garantías.
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