La Sonrisa Blanca
La escena habla por sí misma: Fila del supermercado, como inicio de mis vacaciones,. Hay un señor de setenta y algunos años, con bigote blanco y expresión alegre. Está recogiendo su compra conforme pasan los artículos por el pip-pip de la cajera. Mientras tanto, voy cargando en la misma cinta mi equipaje básico de supervivencia para una mañana de playa: refresco, cerveza, agua, snacks y servilletas que pocos instantes después incorporaré al maletero del coche.
Y ahí está ella, teléfono móvil en ristre (y oreja). ofuscada por quién qué, apabullando a ese señor con su espalda y giros de no-puedo-creer-lo-que-me-cuentas. Afortunadamente la cajera es de ley. y reprende a la elementa descifrándole el insondable misterio de que eso es una cola para pagar la compra y no un locutorio. Así que, sin disculparse ni quitarse el teléfono, quizá protegiendo una otitis aguda, se marcha airada y ofendida. Pero, de repente, aparece La Sonrisa. El señor hace una observación conciliadora viéndola marchar, dibujando un arco cóncavo con los labios bajo el bigote. En ese momento, en esa cola de la compra, me doy cuenta de que se ha congelado mi mirada y mi propia sonrisa en él, mientras jugueteo con las monedas en mi mano.
Pago, recojo y mientras voy hacia el coche, sorprendido por que todavía en este país (y más en Sitges) se pueda uno avituallar por poco menos de 3 euros, cuando lo veo con su Seat 600 blanco, cargando la compra en los asientos posteriores. Sé que no la va a aceptar, pero le ofrezco mi ayuda para ello. Y no había tanto de altruísmo como de egoísmo en ello: Necesitaba ver esa sonrisa otra vez, y aquel señor me la regaló, mientras se me volvía a dibujar y congelar ese rictus alegre en los labios.
Y ahí está ella, teléfono móvil en ristre (y oreja). ofuscada por quién qué, apabullando a ese señor con su espalda y giros de no-puedo-creer-lo-que-me-cuentas. Afortunadamente la cajera es de ley. y reprende a la elementa descifrándole el insondable misterio de que eso es una cola para pagar la compra y no un locutorio. Así que, sin disculparse ni quitarse el teléfono, quizá protegiendo una otitis aguda, se marcha airada y ofendida. Pero, de repente, aparece La Sonrisa. El señor hace una observación conciliadora viéndola marchar, dibujando un arco cóncavo con los labios bajo el bigote. En ese momento, en esa cola de la compra, me doy cuenta de que se ha congelado mi mirada y mi propia sonrisa en él, mientras jugueteo con las monedas en mi mano.
Pago, recojo y mientras voy hacia el coche, sorprendido por que todavía en este país (y más en Sitges) se pueda uno avituallar por poco menos de 3 euros, cuando lo veo con su Seat 600 blanco, cargando la compra en los asientos posteriores. Sé que no la va a aceptar, pero le ofrezco mi ayuda para ello. Y no había tanto de altruísmo como de egoísmo en ello: Necesitaba ver esa sonrisa otra vez, y aquel señor me la regaló, mientras se me volvía a dibujar y congelar ese rictus alegre en los labios.