(Vuelo Salt Lake City – Chicago)
Las cumbres nevadas de Utah, el lago salado, el límite de velocidad de 65 mph en autopista; Las interminables carreteras de Texas, las enormes raciones de comida, las iglesias en medio de la nada. Con los ecos del obturador de la cámara en la mente,
Una semana de reuniones en un par de fábricas de la empresa en Estados Unidos, además de una oportunidad para conocer a algún compañero con el que han bastado unas cuantas horas para salir con la sensación de haber plantado una semilla de amistad.
Desde hace unos años me gusta viajar solo; no por una cuestión de sociopatía, sino por la sensación o realidad de encontrase con uno mismo. A veces es conduciendo por la carretera de la ladera de una montaña (elocuente nombre “Skyline”) para ganar posición en altura sobre el Salt Lake que da nombre a la ciudad; también en el silencio que se produce al contener la respiración al disparar tras tomar foco, ejes, dominante, luz y volver a coger una bocanada de aire
O por ejemplo con el propio reflejo en un cristal del aeropuerto de Salt Lake City, mientras la cinta automática me arrastraba, pero mirada y cabeza seguían fijas en las montañas.
El recuerdo del alba, tan solo unos minutos antes. Subrayado en blanco por las montañas, moteado en marrón por el café compañero al volante, enmarcado en el azul de las sensaciones al terminar de marcar un número en el teléfono móvil.
(“I can feel it coming in the air tonight”), escuchar a alguien al otro lado de la línea.
(“When I remember”), entrada al aeropuerto. Son pocas las cosas realmente necesarias ("…First time… Last time… we ever met…”), quizá alguna de ellas sea percibir de cuando en cuando esa bocanada de aire especial, ese entorno especial, esa manera de tragar saliva especial antes de accionar el intermitente y cambiar montañas por el parking junto a la terminal.